En La Jagua de Ibirico (Cesar) todo se ve y se escucha como una campaña política sostenida, como un carro de bomberos desde donde un señor con un megáfono vocifera voten por fulanito. El patio trasero de la Casa de la Cultura, que está a medio construir, o a medio destruir, parece ser el único lugar en paz. Y ahí, debajo de un tamarindo, nos sentamos a hablar con don Eusebio (consejero territorial) y Adanies Quintero (veedor) sobre La Jagua que resistió el desfalco monumental de casi todos sus últimos alcaldes corruptos. Los dos coincidieron en que la pesadilla ya está pasando. Al menos esa: la pesadilla de alcaldes que robaban o flaqueaban ante los grupos armados que llegaban a robar.
En cambio un problema que sí persiste –coincidieron nuevamente los dos–, es el desplazamiento y la migración de personas de otras regiones a su pueblo. Les preocupa el futuro de las decenas y decenas que siguen llegando a La Jagua buscando fortuna; persiguiendo el sueño de trabajar en una mina; esperando que el carbón los saque de pobres. “Cuando la minería comenzó, por allá en el 87, éramos 8 mil habitantes. Hoy somos 35 mil y no paramos de crecer”, decía Adanies. Y luego reconocía que sólo unos pocos, muy pocos de los que llegan, encuentran esa oportunidad que soñaban.
Nos contaron, además, que esos desafortunados que al llegar siguieron cargando con la pobreza, están casi todos arrinconados en los barrios periféricos que la alcaldía se rehúsa a reconocer. ¿Y los pocos que sí encontraron fortuna?, les pregunto y me mencionan a “los paisas”, los dueños de una cadena de supermercados y quien sabe cuántos otros negocios exitosos.
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El Bosque es uno de esos barrios ubicados en los extremos de La Jagua –todavía considerados “ilegales”–, en los que conviven personas provenientes de todos los rincones del país. Aquí permanecen 450 familias, sin acueducto, con las calles sin pavimentar, en casas de bahareque la mayoría, soportando tener como vecino el pozo séptico que recibe todas las aguas negras del municipio.

Llegamos a la casa de Carlos Julio Gómez, presidente de la junta de acción comunal, y a la entrada nos recibió su esposa Shirly Lemus (33 años), la primera desventurada que nos cruzamos. Shirly migró de Valledupar a La Jagua “disque pa’estudiar y trabajar en las minas” y no logró ninguna de las dos. En cambio, se casó con Carlos Julio, un minero que desde diciembre pasado está desempleado, y es mamá de Dainis, una niña de 6 años que se expresa y dibuja y cuida sus cuadernos como una de doce.

Y si queríamos encontrar otro ejemplo, bastaba con cruzar la calle y hablar con Stefany Julieth Suárez (22 años y tres hijos), quien llegó de Bogotá planeando estudiar en el Sena para después concursar por un puesto de secretaria en una mina. Tampoco lo consiguió. Y bastaría con tocar otra puerta, cualquier puerta de este barrio, para encontrarse historias similares. Las historias de los desafortunados que no sólo no encontraron una oportunidad sino que ahora tienen que vivir con un aire que los enferma y les brota la piel.
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Uno de los negocios de “los paisas” está frente a la plaza central, una bodega grande llamada Mercosto a donde habíamos entrado varias veces buscando la frescura del aire acondicionado. El paisa que dirige este negocio es Gabriel Zuluaga (30 años), nacido en Santuario Antioquia, el mayor de cinco hermanos, el hijo de dos antioqueños dedicados al campo.
Uno de los negocios de “los paisas” está frente a la plaza central, una bodega grande llamada Mercosto a donde habíamos entrado varias veces buscando la frescura del aire acondicionado. El paisa que dirige este negocio es Gabriel Zuluaga (30 años), nacido en Santuario Antioquia, el mayor de cinco hermanos, el hijo de dos antioqueños dedicados al campo.
Hace cinco años uno de sus hermanos encontró en un pueblo del sur de Bolívar una oportunidad de negocio en un supermercado. Hasta allá lo siguió Zuluaga y cuando el negocio en ese pueblo aislado se hizo insostenible, ambos llegaron a La Jagua buscando nuevas oportunidades. Ellos sí las encontraron. “Mi hermano, que llegó primero, me dijo que este era un pueblo de mineros en el que había gente ganando muy buenos sueldos. Yo lo seguí”, cuenta Zuluaga. Y aquí llegaron y aquí siguen tres años después. Con un negocio próspero (al que se sumó un hermano más y dos primos) y la reputación de ser unos de los mejores negociantes del pueblo.
Zuluaga cuenta todo esto con timidez. No alardea y habla sólo lo necesario. Antes de despedirse me cuenta que su esposa y sus tres hijos tuvieron que volver a Medellín porque se estaban enfermando y el médico les recomendó no estar más aquí. “Nosotros podemos irnos si el aire nos hace daño. ¿Pero qué hace el resto de gente que no tiene a dónde más ir?”, dice.
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Escucho su historia y pienso también en la Stefany y Shirly, y siento que empieza a tener sentido esa frase que nos repetimos tanto antes de empezar este viaje: la minería tiene múltiples caras. ¿Cuántas más descubriremos en esta ruta?
Que buena labor, esto se debe dar a conocer a toda Colombia y personalmente los estoy siguiendo a diario.
ResponderEliminarY todavía nos faltan tres días. Ahora vamos para La Guajira. Gracias por seguir la ruta con nosotros.
EliminarEste es el verdadero periodismo, estos temas deberia darlos a conocer RCN y CARACOL.
ResponderEliminarY espera un gran especial cuando regresemos a Bogotá. Gracias.
EliminarNoticias verdaderamente importantes, noticias que deberían ser de interes nacional. No más caracol y rcn, que viven en un mundo ficticio, en una Colombia que no existe, donde solo nos venden un país de reinas, modelos, realities y queriendo impornernos fiestas que no son nuestras.
ResponderEliminarTodavía nos queda por retratar la realidad de La Guajira. Síguenos tres días más. Gracias.
EliminarExcelente trabajo. Un trabajo con corazón, dedicación, esfuerzo.
ResponderEliminarUstedes muestran lo que otros medio no se atreven. ¡Felicitaciones!